Metidos en cuaresma, ya empiezan a aparecer las torrijas, elaboración gastronómica dulce donde las haya, que es una loa a la primavera en la que abundaba la miel y los huevos, lo que permitía la elaboración de dulces como éste, los roscos, o los pestiños. Y, por otra parte, la cercanía de una fiesta religiosa (Semana Santa) era la escusa perfecta para consumirlos. Y hablo en pasado, porque actualmente tenemos huevos y miel todo el año y no necesitamos ninguna escusa (ni religiosa, ni pagana) para tomar algo dulce.
Ya lo padecemos con los dulces navideños, pero ahora los de Semana Santa irrumpen mucho antes de esas fechas señaladas y esperadas en que era costumbre consumirlos.
Y no podemos negar que al ser humana le gusta el dulce, ya que tenemos papilas gustativas especializadas en detectar este sabor. Esto es lógico, pues el dulce era indicativo de alimentos ricos en azúcares sencillos, que se absorben rápidamente y proporcionan energía casi de inmediato. Además, en un entorno en el que los alimentos dulces eran muy escasos, suponía una ventaja evolutiva. Pero esa carencia de dulce, el ser humano la fue venciéndola muy pronto, primero con el manejo del fuego y el uso de su humo, surge el control sobre las abejas y la obtención de miel. Luego, fue la importación a Europa (siglo -VI) de la caña de azúcar y la obtención de su jugo dulce, que los egipcios convirtieron en un sólido cristalino. No sería hasta el siglo XIX que pudimos obtener azúcar de la remolacha y en la última mitad del XX el precio se hizo muy asequible. Durante todo este tiempo, el ser humano consumía dulce de forma muy esporádica, incluso muy por debajo de lo que actualmente recomienda la OMS de un 10% de las calorías de la dieta. Los productos dulces eran deseados y valorados, teniendo sus fechas señaladas de consumo.
Pero hoy, el dulce se ha convertido en habitual en casi todas las comidas, desde los consabidos postres en almuerzo y cena, por supuesto como merienda, e incluso en muchos casos, como esa bollería de desayuno o media mañana, cuando no la mermelada de las tostadas.
Esto ha hecho perder el encanto de esas fechas y de esos momentos, en los que en la restauración, el postre casero era el perfecto colofón a una comida extraordinaria.
Pero tenemos la salvación, que es sustituir la mísera cucharadita de azúcar del café, por sacarina, para tomar sin culpabilidad esa torrija, ese pestiño, o cualquier otro alimento dulce que nos apetezca. Y por supuesto, la leche descremada, ¡por favor! ¡Qué estoy a dieta!
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