El diccionario de la Real Academia de la Lengua Española define crítica como censura o reprobación. Incluso, en su aspecto más negativo, como murmuración, como una publica difamación de alguien o algo. Sería lógico pensar, por tanto, que nuestros cocineros y restaurantes debieran huir de la crítica como de la peste y tenerles más alergia a los críticos que a las gripes de otoño que llegan cada año. Como las guías gastronómicas – será casualidad – por cierto.
La nariz puntiaguda, la cara circunspecta y el lápiz afilado de nuestros Antón Ego patrios causan despavoridas escenas en las salas de nuestros restaurantes mientras en las cocinas se afanan porque todo parezca un poco mejor de lo que suele ser habitual. Hay pánico a la crítica y mucho más ahora que los clientes, con el teléfono móvil en la cartuchera y las redes sociales por munición, hemos convertido a cada comensal en una potencial bomba de relojería expuesta al público. Más madera para una profesión muy dura que cada día se enfrenta con más miedo a una crítica – y muchas veces al propio cliente – que, dicen, puede encumbrar o hacer caer su negocio.
Pero hete aquí que el propio diccionario de la RAE define también que la palabra crítica, con origen en el latín criticus, identifica la opinión, examen o juicio que se formula en relación a una situación, servicio, propuesta, persona u objeto. Es decir, que resulta que criticar no es necesariamente censurar o reprobar. Es también ponderar, poner en contexto, reflexionar, ayudar a mejorar, corregir y ensalzar. Y para eso valen profesionales y clientes, gente que lo susurra y gente que lo pregona, amigos y enemigos.
En realidad siempre ha sido así: todos hemos sido críticos de todos los aspectos de nuestra vida. La única diferencia es que ahora la difusión es muchísimo mayor. Hay que saber escuchar la crítica, valorarla y aprender a crecer desde ella. Y eso vale para cocineros, personal de sala y restaurantes. Y hasta para academias.
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