Se entiende por ensalada el plato obligatoriamente aderezado con sal, tal como indica su nombre; pues, ensalada viene de ensalar o condimentar con sal, y de esta forma lo explicaba el lexicógrafo toledano Sebastián de Covarrubias y Orozco en su Tesoro de la lengua castellana o española (1611): “es plato de verduras que se sirve a la mesa, y porque le echan sal para que tenga más gusto y corrija su frialdad, se llamó ensala­da”.

La ensalada es, indiscutiblemente, la reina del verano, aunque sea un craso error pensar que las ensaladas o las ensaladillas son sólo para el verano; por ello, en cualquier estación del año es acertado practicar esa frase atribuida a Fernán Caballero (1796-1877): “Si es lo que yo digo; con buen aliño cualquier ensalada es buena”.

Tal vez, porque se presenten los distintos productos de la huerta con los que se elabora cortados en trozos y desordenados o revueltos, ensalada es sinónimo de revoltijo, de lio, de follón y de mezcla de cosas confusas. Sólo hay que recordar frases del acervo popular como ensalada de tiros, o de la literatura tal es el caso de Manuel del Palacio en su Cabezas y calabazas (1864): “Eso que la gente ingeniosa cataloga de sumidero de verdades y ensalada de mentiras” o de Benito Pérez Galdós en Miua (1888): “Lo confundiste con el gerundio, y luego hiciste una ensalada de los modos con los tiempos. Es que no te fijas,…” No se ha de dejar pasar el hecho de que en muchos países de la América hispana, donde el habla se mantiene con una pureza envidiable, siguen llamando a nuestra macedonia “ensalada de futas”, que es como debería llamarse.

Esa idea de mezcla capaz de aceptar cualquier ingrediente es cierta y sólo tiene que echarse, además de imaginación, cualquier alimento cocido, asado o crudo para preparar una ensalada cuyos alimentos verdes sean más o menos los tradicionales; es decir: cualquier tipo de lechuga, endibias, canónigos, pimientos, tomates, cebolla, pepino, etc.

Pero, antes de continuar, un pequeño inciso que desenrede estos dos términos que, por lo general, tienden a considerarse iguales: ensalada y ensaladilla. Realmente, y aunque parecidos, no son la misma cosa. Veamos. La ensalada es la que se elabora con todas sus verduras y hortalizas en crudo, troceadas, mezcladas y aderezadas tradicionalmente de sal, vinagre y aceite o cualquier vinagreta. La ensaladilla, por el contrario, lleva todos o algunos de sus ingredientes cocidos y no tiene que ser sólo de hortalizas o verduras, aceptando otros invitados como pastas o carne asada o guisada y, aunque puede aliñarse de igual modo que las ensaladas, lo frecuente es el uso de salsas para ligar sus ingredientes, especialmente, de cualquier tipo de mahonesa (la ensaladilla rusa). Esa diferenciación apenas se usa, léase el texto de Fray Gerundio de Campazas (1757) de José Francisco de la Isla: “No fue la cena espléndida, pero fue honrada y decente: dos ensaladas, una cruda y otra cocida, un par de huevos frescos, pavo asado, liebre guisada, y postres de queso y aceitunas…” Pero, da igual, ensaladas o ensaladillas –no me canso de repetirlo- son parte de la culinaria mediterránea y se vincula a sus habitantes hasta el punto de que es raro encontrar un pueblo que no tenga entre sus platos tradicionales una ensalada o ensaladilla que lleve el topónimo de la ciudad; es decir, hay tantas formas de prepararlas como variantes posibles y pueblos, muy especialmente por los ingredientes empleados; pues, no es correcto encasillarlas con un determinado número de hortalizas; tiene cabida casi cualquier ingrediente. Pastas, frutas, legumbres, mariscos, etc. hacen un “buen maridaje” o se llevan bien. A pesar de lo expuesto, la popular ensalada de lechuga, tomate, cebolla y aceitunas, acompañada o no de pimiento, pepino zanahoria y remolacha es la más frecuente y acertada por ser productos nuestros y frescos, aunque muchos se empeñan en comprar botes para ahorrarse picarlos, convirtiendo este magnífico plato de la cocina mediterránea en un mal ejemplo de la cocina “latina”; o sea, con una lata de maíz, una lata de aceitunas, una lata de pimientos, una lata de guisantes, una lata de zanahoria en tiras…

Pero, retomemos los ingredientes. Parece, por la ignorancia que se tiene de la historia del hambre, que la cocina moderna ha descubierto cantidad de “hierbas” para engalanar las ensaladas modernas y sorprender al cliente, cuando, en realidad, fueron empleadas por el hombre para alimentar a su ganado y a los suyos en épocas “más peores”: los canónigos, las collejas, el roble, las cerrajeras, la rúcula, los berros, el diente de león y, así, hasta trescientas plantas comestibles de nuestra Piel de Toro que antes se recogían por los caminos y hoy, puestas de moda, se compran en infladas bolsas de plástico en los supermercados –lo de infladas, por el volumen y el precio- o se muestran como innovadoras exquisiteces en restaurantes en boga; por cierto, no olvidemos la ortiga de la que el cántabro Rafael Barrett en un artículo del diario argentino Rojo y Azul (27-XII-1907) decía: “Cuando la ortiga es joven, su hoja es una excelente legumbre.”

Lo chocante en ingredientes, si hablamos de cocina tradicional, podría ser el aguacate; pero, conviene saber que, aunque se ha incorporado recientemente a la cocina habitual, es uno de los productos que vendrá de América como el tomate o las papas y nadie critica como poco enraizado un gazpacho o una pipirrana por llevar tomates. Será Gonzalo Fernández de Oviedo y Valdés en el Sumario de la Natural Historia de las Indias (1526) el primero en hacer referencia de este fruto a los que refiere como perales salvajes de la Tierra Firme por la semejanza con la pera europea. Este árbol, considerado sagrado por los aztecas que le llamaban ahuacatl, cuya traducción es testículos de árbol y por ello considerado afrodisíaco, fue llevado por los conquistadores españoles a las Antillas, Florida, California y a la propia España, donde aparece documentado por vez primera en 1601 en Valencia. Pero, aquí, en la Costa del Sol, prosperará y de forma extraordinaria en la Axarquía, donde se ha convertido en riqueza y parte singular de muchos de sus platos ya habituales, si no quieren denominarlos tradicionales, acompañando ensaladas, en batidos o en salsas.

Aunque con excepciones históricas, las ensaladas han sido tildadas de comida del pábulo, de pordioseros, de llenar el estómago sin desperdicio alguno de verde y con escaso y dudoso aliño o, al menos, así nos lo refiere, por ejemplo, Mateo Alemán, en su primera parte de La vida de Guzmán de Alfarache (1599): “…un plato de fresca ensalada, que para tripas tan lavadas como las mías no era de mucho momento… o en la segunda parte (1604): La ensalada de la noche muy menuda y bien mezclada con harta verdura, porque no se perdía hoja de rábano ni de cebolla que no se aprovechase; poco aceite y el vinagre aguado, lechugas partidas o zanahorias picadas…” De forma similar lo refiere Cervantes en su inmortal Quijote donde, además, deja constancia de la recolección de verduras en los lindazos de los caminos y en las orillas de los arroyos: “Respondíle que era esclavo de Arnaúte Mamí (…), y que buscaba de todas yerbas, para hacer ensalada” (Lib. I- XLI). Sin embargo en Los Trabajos de Persiles y Sigismunda (1617) el mismo Cervantes comenta: “… no parece mal estar en la mesa de un banquete, junto a un faisán bien aderezado, un plato de una fresca, verde y sabrosa ensalada…” Es decir, las ensaladas eran un recurso para llenar el estómago, de acompañamiento, que no para alimentarse y, de esto, da buena cuenta el refranero con proverbios tan rotundos como éste: “Si no hay carne o fiambre; ensalada antes que hambre”.

Aunque hoy estos refranes que se comentan a continuación sean políticamente, oso a comentarlos; pues, ajeno a sus connotaciones machistas, en realidad son muy aclaratorios. El primero: “La mujer y la ensalada, sin aderezo no son nada” es un antiguo dicho que deja claro la importancia del aliño para que se puedan comer la verdura; pues, de lo contrario es una ingesta de vegetales pura y dura como un animal. No debe olvidarse que el aliño, también, se llama aderezo como los adornos que las mujeres lucen para realzar su belleza. El segundo, viene a explicar que las ensaladas, una vez ya condimentadas, poca duran tersas y agraciadas; por eso, el dicho –que se las trae- reza así: “De la ensalada aliñada y de la mujer casada, dos bocados y dejada”. Sin más comentario. Ahondado en el tema de lo fútil de las ensaladas, Alexandre Davy de la Palleterie, más conocido por Alexandre Dumas (1802-1870), además de escritor de novelas afamadas como “Los tres Mosqueteros” o  “El conde de Montecristo”, era un buen cocinero y, en esa faceta culinaria, escribió en 1869 su “Grand dictionnaire de cuisine” (Gran diccionario de cocina), de publicación póstuma (1873) donde se deja caer con semejante parrafada:La mejor de las ensaladas, aderezada con el aliño más superior, hay que tirarla, porque el hombre no ha sido criado para comer hierbas como los animales que andan a cuatro patas”. Realmente, era mejor escritor de novelas que crítico gastronómico.

Hoy, los más sesudos científicos se empeñan en comentar que la ingesta de verduras crudas, tan vinculada a la cocina mediterránea, debe estar presente en todas las comidas del año, tomando las de cada temporada con lo que el compendio de ventajas es grande: más frescas, de mejor calidad que si vienen envasadas del otro extremo del mundo y, por supuesto, más económicas, además de por sus antioxidantes tan necesarios para la salud cardiovascular o, lo que es lo mismo, son cardiosaludables (suena bien); no obstante, podrían llevar también el calificativo de “corpusaludables”, pues son alimentos, que se ingieren sin transformación alguna aportando todo el sabor de sus nutrientes, por ser fuente de vitaminas, oligoelementos, minerales, fibras que favorecen la digestión y previenen enfermedades tales como la diabetes, el estreñimiento y un sin fin de cosas más tan beneficiosas para nuestro cuerpo. Esta idea no es nueva y a comienzos del s. XVII el veneciano Giacomo Castelvetro en la “Breve historia de todas las raíces, de todas las hierbas y todos los frutos que crudos o cocidos se comen en Italia” (1614) se convirtió en el primer escritor –que yo sepa- que defiende los beneficios de las ensaladas, cuyo origen atribuye a comida de pobres y que, pronto se había de convertir en algo cultural y necesario; es más, recomienda que sean “… verduras crudas (…) aliñadas con bastante sal y el aceite de oliva que necesite y un poco de vinagre.” Además,  se empecinaba en que había que “comer más frutas y verduras y menos carne”.

Hay que romper una lanza por la lechuga, la fresca, humilde, verde y sempiterna presente en las ensaladas de cualquier época de año, aunque las hay de todos los tipos; por ejemplo, en Los pazos de Ulloa (1886) Emilia Pardo Bazán nos cuenta: “… se han puesto en la mesa dos principios: croquetas y carne estofada. La ensalada fue de coliflor, y a los postres se sirvió carne de membrillo de las monjas”; no obstante, es la protagonista de las ensaladas desde la antigüedad. Sabemos que se cultivaba en el antiguo Egipto (2500 a C) y fue muy consumida por griegos, romanos y bizantinos -todavía decimos lechuga romana-. De ellos quedan sus referencias literarias como la del tratadista gaditano del s. I, Lucio Columela en su “Poema sobre el cultivo de los huertos”, afirmando que  “ya lisa, ya rizada, no te olvides, pues al que nada apetece restituye el apetito”. Esta idea era tan común en la antigua Roma que tenía su propio dicho: “lactuta in cibis, aviditatem incitat” (la lechuga entre comidas, abre el apetito). También era considerada un magnífico laxante, lo que recuerda en sus Epigramas (LXXXIX) Valerio Marcial (40-104): “Come lechugas y come emolientes malvas, pues tienes, Febo, la cara del que va estreñido”. En Roma, con la “gustatio” o entradas de una comida que se preciase no faltaban las verduras y las ensaladas que se acompañaban del “mulsum” o vino obtenido de primer mosto mezclado con miel que se dejaba envejecer. Por eso, Marco Gavio Apicio recoge varias recetas de lechugas en “De re coquinaria” (libro Tercero, XVIII) donde explica como aliñar las “lactucae” (lechugas) en verano: “con garum, un poco de aceite y cebolla cortada pequeña”. También, insiste en que deben ser regadas “con oxiporium –una  especie de vinagreta con especias- y vinagre y algo de garum”. Pero no se queda ahí y continúa ese tratadista de la cocina del s. I afirmando que durante el invierno es mejor tomar “achicoria con embammate -una vinagreta con algo de mosto y mostaza- o vel melle et aceto acri -una vinagreta de miel y vinagre-”. Queda claro que nuestro prócer culinario ya hacía uso del vinagre para aliñar las verduras de forma muy similar a como se hace hoy, ligándolo con otros productos (especias, mostaza o miel) para elaborar una vinagreta.

La llegada del Islán a la Hispania visigótica supuso la reactivación de la huerta y, consecuentemente, de la alimentación con un abanico de verduras y hortalizas que se podían encontrar en la dieta de todo el año, siendo una de sus formas más usuales las ensaladas de verduras frescas cultivadas o recolectadas, donde las lechugas estaban entre las más consumidas. Una tradición de la cocina hispanoárabe que, hoy, apenas oculta su origen son las ensaladas aliñadas de aceite de oliva dulce (virgen) y aceitunas en salmueras ya verdes o negras aderezadas con hierbas aromáticas y multitud de especias.

De la importancia de las lechugas en la época árabe son las fórmulas para el cultivo de piezas de gran tamaño -Ibn Wafid (1008-1074)- o los comentarios médicos, como el de Avicena (980-1037) en su “Canon de medicina: Así el temperamento de una lechuga es más frío que el del cuero humano, y sin embargo la lechuga se convierte en sangre, y es así capaz de transformarse en tejido”. Igualmente, afirma que las verduras amargas (como la lechuga) son más idóneas para su consumo en invierno que en verano. Poco después, el filósofo cordobés Averroes (1126-1198) aseveraba que las verduras y hortalizas son malas para comerse crudas por tender a convertirse en “humores de bilis negra, salvo la lechuga que es fría y húmeda”. Ese miedo a ser indigestas, lleva al lojeño Ibn al-Jatib (1313-1374) en su “Libro de higiene” a comentar que la lechuga, “una vez lavada, hay que dejarla hasta que se marchite para que pierda su leche”. Son muchos los tratadistas medievales que enumeran diversas peculiaridades de la lechuga; a mí, especialmente, me parecen curiosos los comentarios de la “Sevillana Medicina” (1545) de Juan de Aviñón que dice de ellas que engendran buena sangre, son buenas para la tos, enfrían el estómago, dan sueño, quitan el dolor de cabeza y, crudas con vinagre, son idóneas para abrir el apetito, aumentar la leche de las madres, quitar el mal color amarillo del cuerpo o la embriaguez y mil cosas más, entre ellas que frenan el deseo sexual (¡nada es perfecto!); puede que por ello Mariana de Neoburgo, mujer de nuestro último Austria, Carlos II, se empeñase en que debían de llevar más lechugas y repollos los cocidos y potajes que se les sirviesen.

Para el pueblo judío la lechuga también fue un alimento kosher (bueno) y aparece entre sus alimentos cargados de simbolismo: en la cena o Séder de la Pascua Judía junto al cordero y el pan ácimo. La lechuga (maror en hebreo) representa el amargor, alegoría de lo sufrido por pueblo judío en su cautiverio egipcio; no obstante, hay otras muchas, patrimonio de la cocina sefardí: la ensalada de achicoria, de berenjenas, de calabacines, coliflor, remolacha, col, judías verdes, pepino, rábanos, etc.

La España cristiana reduce el consumo de lechugas, aunque aparece en el “Arte cisoria” del Marqués de Villena (1423), donde comenta (sic): “Las lechugas, bien lavadas de la tierra, quitar de sus fojas fasta que pocas e tiernas queden, mondando con el gañivete su cabeça de todas partes fasta lo tierno”; o en “El arte de la cocina, pastelería, bizcochería y conservería” (1611) del cocinero de los Austrias, Martínez Montiño. Comida de reyes y de pobres.

Por último, el consejo. Como en todas las ensaladas, debe evitar lavar, picar y aliñar la lechuga con mucha antelación. Es preferible que este proceso se haga inmediatamente antes de servirla o, incluso, dejar que cada comensal se la aderece a su gusto; pues, además de perder vitaminas, especialmente la C comienza a ponerse lacia y deteriorar su aspecto. Tampoco olvide que es mejor lavar las hojas enteras y no previamente picadas e, inmediatamente después, secarlo lo mejor posible y de esa forma el aliño no resbalará y se depositará en el fondo de la fuente, permaneciendo en la ensalada. Hablando de aliñar, se debe hacer en el orden inverso al que se enuncia: aceite, vinagre y sal; es decir, la sal se echará en primer lugar y se mezclara ligeramente, seguido del vinagre –repitiendo la operación- y, por último el aceite, que con su grasa cubre los ingredientes y evitaría que los restantes aliños se puedan absorber por las hortalizas; el orden ya lo dice claro el refranero popular: “La ensalada, bien salada, poco avinagrada y bien aceitada”, o de ese otro proverbio tan difundido que cuenta que para aliñar las ensaladas hay que ser “Un sabio con la sal, un avaro con el vinagre, un pródigo con el aceite y un loco para mezclarla”.

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