Cuando la festividad de la tardía vendimia llega con el otoño andaluz, miles de negros copos se arraciman por los montes de Málaga, las vegas del Guadalquivir y los llanos de Montilla como oscuras luces pasas de un gran árbol común de la navidad vitivinícola. Son las dulces uvas Pedro Ximén. Cuenta la leyenda que el apelativo le viene de la guasona costumbre andaluza de traducir los nombres guiris: de Gerald Brenan a Don Gueraldo, de Jackie Wallace a Jaimito Váyase y de Peter Siemens a Pedro Ximénez. Al parecer, soldado de los tercios de Flandes que se trajo de aquéllos lares del Rhin las primeras cepas que multiplicamos a viñedos, aprendiendo a pasificar sus frutos para con sus doradas gotas llegar a hacer uno de los vinos de lágrima más singulares y únicos del mundo.
Mi relación con él es antigua pues fui niño “probeta” que aprendió a reconocerlo correteando entre botas y vocoyes de las malagueñas Bodegas Guillermo Rein, mi germánico abuelo, donde se embotellaba en opaco cristal y se etiquetaba bajo el nombre de Lachrima Christi en honor de las divinas y negras lágrimas derramadas tras la paradisíaca caída y expulsión de Lucifer. Mito sobre leyenda que alimentan la historia de un vino consagrado por la Iglesia Católica en el rito de la misa para redimir a su feligresía de este valle de lágrimas de sangre en el que, según ella, nos ha tocado vivir.
Cada uno se confunda en el negro de sus creencias, que lo que sí puedo asegurarles es que este sabroso vino azucarí es una pasada, un regalo de los dioses, un recomponedor vital, un quitapenas zaino, carnoso y denso, aterciopelado y espeso, que rueda redondo por el gaznate. Río de ánimo que, marcando un imborrable surco, se abre camino hasta el alma que luego “sufre la inmensa pena de su extravío y llora sin que se sepa que el llanto suyo tiene lágrimas negras como la vida”. ¡Colmémoslo de bendiciones!
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