Sueños, bocados, realidades, sorbitos, tierra, sabor, mar, hambre, corazón, sed, ternura, admiración, respeto, calidad, trabajo, tradición, historia, modernidad, esfuerzo.
Atún, retinto, fuego, dulce, amargo, calidez, frescura, amor, colores, risas, sonrisas, carcajadas, llanto, consuelo, amistad, violencia, sangre, muerte y vida.
Medina Sidonia, un pueblo blanco con corazón de oro.
Elegir a veces es duro, pero cuando un solo lugar te ofrece todo esto es merecedor de sacar de la mochila mental todo lo vivido, tocado y soñado.
De plata, azul, verde y rojo está teñida Medina Sidonia. Cuatro colores que nacen de la campiña y del mar que serenamente vigila su castillo, una fortificación gobernada actualmente por el dios Eolo, aunque en otros tiempos romanos, árabes y cristianos guerreros la usaron para defenderse de los eternos enemigos que les dio la Historia.
Guerras aparte, que para eso el quejío del flamenco llegó a esta tierra para quedarse, esta Medina vieja pero viva, con 3.000 años de antigüedad, sabe a alfajores, a amarguillos, a tagarninas, caracoles o regañás.
Alfajores para pecar, tagarninas para consolar al estómago, regañás para acompañar y caracoles, los del la Peña Madridista, para recordarnos lo bendita que es la tierra.
Tratándose de la mayor elevación de todo el tercio occidental de la provincia de Cádiz, esta urbe encalada es una zona de avistamiento de sueños marinos aunque Neptuno nunca pasó por sus tierras.
¡Ay muchacho, muchacho, que las olas me llevan mi caballo! (Federico dixit)
Si desde su punto más alto, 339 metros sobre el mar, se puede ver la bahía de Cádiz, sólo hace falta trazar una línea casi recta de menos de 40 kilómetros para ver cómo los toritos plateados danzan al son que le marca la almadraba.
Almadraba de Barbate. Cinco horas bajo el sol que se convirtieron en un sueño hecho realidad.
Un espectáculo violento lleno de respeto por el mar porque son sus propios marinos los que hacen que sus tatuajes se muevan con una dulzura salvaje para no dañar su pan de cada día.
Y sin dejarte de mecer, del mar a la montaña, la casa de los herederos de esos toros rojos de Gerión que Hércules robó como parte de los doce trabajos que le encargó el rey Euristeo para ver si se deshacía del dios con más acento andaluz.
Ganaderos de raza retinta que han hecho de la comarca de La Janda la mejor cuna para que sueñen estos toros enamorados del verde de sus pastos, unos animales que parecen faros de guía cuando sus astas enfocan el camino hacia el que se dirigen; y que se han convertido en santo y seña de la cocina de Medina Sidonia y de todo Cádiz.
Aunque el romanticismo de su figura se convierte en bocado sin igual cuando pasan del campo a la mesa, y sobre todo si quien los mima se llama Miriam y tiene unos padres llamados Andrés y Carmen: los creadores de Venta la Duquesa.
Un templito humilde pero digno de todos los brillos donde Miriam decidió instalarse después de pasar por El Celler de Can Roca o Casa José pese a los consejos de ese gran Andrés que tanto sabe de la buena hostelería, y que tanto le advirtió de que su cocina podría no ser entendida en Cádiz.
Venta la Duquesa. Respeto.
Pero a ella le dio igual, y bendito arranque, porque esta casa es una CASA gracias a la armonía con la que trabajan mano a mano madre, hija y padre. Una santísima trinidad de la cocina.
Y Cádiz, ¡ay Cádiz! Que bien se bebe en tus dominios, y allá, donde la tranquilidad se adueña del paisaje, de Medina a Arcos de la Frontera dejemos que el silencio nos lleve a bebernos un Taberner nº1, deja que me quede allí, en la Huerta de Albalá, junto a la sombra de ese toro que sólo te tienta a hacer maldades dignas de los mejores ángeles.
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