La alta gastronomía española está necesitada de alta traición. Requiere de uno de los nuestros que se pase al otro bando, de un agente doble que se desenmascare, de un desengañado que reniegue de su religión culinaria. Se busca porculero/a de aúpa, conocedor, provocador inteligente, agudo y cínico que dé caña de la buena, alguien que conozca los entresijos y la práctica de meter limones bien cítricos por el culo de algunos gallitos ególatras y cacareantes que quieren dominar este corral-palacio de la cocina. ¿Cuántos kikirikís hay encima?

Se ha hecho imprescindible la llegada de un profeta, uno de los grandes. No para que nos augure el futuro gastroespañol, eso no, todos sabemos que puede ser extraordinario, que jamás ha estado a mayor nivel profesional y empresarial ni mejor situado para triunfar como Los Chichos en el caldo corto del largo porvenir. Sino para que le escarlate la lengua, le guise tanto morro y le pise los callos. Para que se reconozca en sí misma y no se le vaya la olla cuyo pitorrito ya pita y gira sin parar de tanta presión.

Nuestra gastronomía peca, hoy día, por exceso, de pretensión excesiva. La leche lleva hirviendo ya un ratazo, se ha esparramao todo en derredor y se está requemando. Y todos sabemos lo que cuesta luego limpiar el cazo. Que algún don limpio santón le baje los humos ¡lechuga!

¿Qué es lo que nos ha pasado? Muy simple: que nos lo hemos creído. Tras la desaparición sin combate del líder, la cocinería española ha seguido ejemplarmente la senda postrevolucionaria marcada, como Pulgarcito, con las migas esferificadas de pan de cristal. Ha hecho sus deberes, ha crecido, se ha doctorado y es un puto bombazo. ¡Boom! Ha estallado la Era Hispano-Gastró y ya está burbujeando. A su retortero ha acudido voraz y avaricioso el neg-ocio mediático que husmea de lejos los filones de los figones y que parte y reparte para llevarse la mejor parte. Y que es capaz de explotar la gran ganga cual enjundiosa veta infiltrada: todo vale, todo a mil. Y que para desayunar con diamantes se papeará a sus protas sin escrúpulos escupiendo después los restos y huesecillos. ¡Piuff! Buen provecho. Tras ellos, ansiaos, otros muchos sectores buitrones forman círculo mercantil en paciente espera de las migajas sobrantes del festín ¡Todos a comer!

Pero pocos son los que se acuerdan que nuestra gastronomía tiene sus pies de barro en la comensalía patria, que no hace dos masterchefs que se ha iniciado en el aperitivo de la larga cocción en que consiste saber comer. La masa madre popular marcha a marchas forzadas recomiendo cuanto pilla a su paso, atiborrándose de mantecaos y polvorones del camino y diciendo pamplona a boca abierta.

Así llegamos al momento álgido actual, el de la idolatría, el del poder y el ego, el del mito, el endiosamiento. Y de la religión culinaria sobre la que escribo y que, como todas, me aburre tan soberanamente que me deja dormitando en plácida duermevela. Y así me soñé con pavor, maldita ilusión, investido de gran sátrapa mandamás y principal de esta secta de foodies idolatribus, cual lanister que juega a los tronos y envenena sin miramientos, pero con mucho refinamiento. Y me soñé a la cabeza de estos abrazacacerolas otorgando regalías y premios, imponiendo dogmas y hurtando el debate y la exposición en la plaza pública de abastos, donde nada podía ser compartido ni puesto en común aprendizaje. Prohibiendo la verdadera popularización del conocimiento culinario y la ansiada democratización de las cosas del comer con la que todos soñaban. Llenándome a mansalva la boca y la barrigota de cínicos discursos. Laminando la emancipación de esa imberbe e ingenua comensalía a base de falsa conciencia crítica. Me vi como Tirano Banderilla. Horrorizado desperté. No puede ser, ¡que pesadilla! ¿Cómo he llegado a soñarme tan zafio?

Pues porque nos hemos creído el centro mismo del solomillaco global que se está soasando y que ha empezado a coger más peso específico que una vaca muerta en nuestros brazos. Deberíamos dejar de ser tan listillos para ser veraces, honestos y capaces de alejarnos de esas brasas y tomar perspectiva, restarle importancia a la Era Gastró, desdramatizarla con fuertes dosis de sentido del humor. Reírnos de nosotros mismos y aplicar el sanísimo relativismo que nos despierte de este ensimismamiento enamoradizo, egoistón y bobalicón que terminará por abrasarnos el chatobrian del alma gastró.

Anhelo y clamo por un cantamañanas, una tocacriadillas seria y cachonda al tiempo, una tipa con agallas, un cocineroso que, al menos, aligere esta salsa espesota que se viene ligando y la lie parda. Una insolente que suelte verdades como puños. Someone que realmente ame la cocina verdadera, un valiente que no tema las amenazas ni los toques de atención, ni los apadrinados recaditos en forma de pescado envuelto en papel de estraza. Un profeta genuino, un juanbautista (que no palomo)

Quién ¿yo? ¿me miran a mí? Nooooooo, yo sólo soy un escribidorcillo pillo y un cobardica capitán de la gallina. Un monigote de gominola que masticar y engullir sin más. Un planfletista de la pista sin vista ni revista. ¡Que me corten la cabeza!

* Con una pequeña ayuda de mis amigos Javier Gomá, El Padrino y L. Carroll.

2 Comentarios

Los comentarios están cerrados.

  1. Cinta 8 años

    En mi opinión, Pluscuamperfecto expresado y muy cierto. Hemos conseguido que la puesta en escena de los chefs como oradores y buenos comunicadores sea imprescindible para tratarles con honores. Rescatemos la normalidad en la gastronomía con gusto y maestría que es la que sigue dando grandes lecciones a nuestro estómago y a nuestra salud. Volvamos a sentirnos honrados con la bienvenida del director de sala que parace que cuando no está el chef el restaurante está de luto. Sigamos evolucionando porque estamos exprimiendo un limón sin jugo. Gracias por el artículo, he disfrutado muchísimo.

  2. Yo!, yo!, oiga!, cuenten conmigo. Ya está bien de tanto cuento del traje nuevo del emperador aplicado a la gastronomía. Aquí en vez de un traje que solo podían apreciar aquellos que no fueran unos necios, tenemos unos platos más manoseados que una universitaria borracha y con tal cantidad de ingredientes y procesos que solo una élite Gourmet sabe apreciar… Pues como dijo un sabio: «Prefiero dos huevos fritos con jamón de Albarracín, que comer en un garito con estrellas Michelín». Así que… lo dicho! Si hay que meter dedos en el ojo, desfacer entuertos y cantarle las verdades al lucero del alba… aquí estoy yo!

©2023 Academia Andaluza de Gastronomía y Turismo

Inicia Sesión con tu Usuario y Contraseña

¿Olvidó sus datos?